La fragmentación no diluye al peronismo, sino que lo potencia. Pasado, presente y futuro del movimiento que ejerce la praxis del poder.
Por Marcelo Larraquy
En el arte de su conducción política, Perón explicaba que se podía persuadir, sin forzar, para lograr los objetivos. Una buena técnica era involucrar a otro para llegar al mismo fin. “Cuando yo quería que se hiciera una cosa, me ocupaba de que un tercero la tomara y me viniera a consultar a mí. ‘¿Se puede hacer esto?’... La idea era esencialmente mía”, contaba.
La idea, esencialmente, es el peronismo. Pero si no alcanza con un solo sector para plasmarla, puede intervenir otro para expresar lo mismo de distintas maneras. Es una técnica de persuasión. También se la puede proyectar al sistema político argentino. Dos contendientes se enfrentan tradicionalmente, hasta que aparece una tercera opción.
El peronismo ofrece una opción adicional al sistema bipartidista. Es la tercera opción: PJ, UCR y PJ-disidente. La fragmentación no diluye al peronismo. Lo potencia. Provoca un enfrentamiento interno que se dirime a escala nacional y de este modo, aún cuando el peronismo cae en las elecciones, puede vencer.
El peronismo le escapa a la derrota. Sin embargo, las elecciones de junio no produjeron una traslación lineal de un eje de poder hacia otro en el universo peronista.
Al contrario: las urnas provocaron un escenario de empate hegemónico. No hay un dominio de un sector sobre otro, sino una ampliación del campo de batalla: PJ- kirchnerista; PJ-disidente (pro Reutemann); PJ-disidente (pro De Narváez); PJ-disidente (PRO); gobernadores e intendentes —ex kirchneristas—, ahora “independientes”; y actores como Eduardo Duhalde, como potencial elector del nuevo jefe, o Hugo Moyano, que incrementó su poder en el Estado, con su apoyo al kirchnerismo.
El peronismo se rearma. Busca un liderazgo que lo conduzca al poder en 2011 o a conservarlo. El poder está en sus genes desde su fundación.
El peronismo funciona con diferentes principios u axiomas que regulan su vida interna. Uno de ellos es claro: no es un movimiento sectario ni excluyente. Es dinámico. Actualiza su doctrina de acuerdo a la coyuntura histórica, aunque su doctrina no explica su funcionamiento interno.
“El peronismo no tiene ideología ni es dogmático. Tiene una doctrina que le reclama adaptarse a los cambios de época”, asegura el ex presidente Carlos Menem (ver columna). Así, obedece a los hechos consumados: sus dirigentes abandonan la fidelidad al líder vencido y ofrecen su lealtad (y su estructura) al “peronismo de la victoria”, o “el nuevo peronismo”, “el verdadero peronismo”, o “la renovación peronista”, como se identifican los ganadores.
La praxis del poder es el magnetismo que agrupa a sus dirigentes por encima de cualquier obstáculo ideológico.
Este precepto lo sufrió el propio general Juan Perón en la década del ‘60. Exiliado en Madrid, proscrito por decreto, mantenía la fuerza de sus recuerdos sobre la memoria de los trabajadores —con la ilusión de un retorno que nunca se consumaba—, pero tenía pocas posibilidades de incidir en la política local.
En la Argentina, el poder real del peronismo, la praxis, la ejercía Augusto Vandor. Entonces los políticos dependían de los recursos sindicales.
El metalúrgico se había propuesto conducir un peronismo de base sindical, al estilo del laborismo inglés; un “peronismo posible”, que podría actuar en forma legal, en un sistema político regulado por las Fuerzas Armadas, si se desprendía de su jefe histórico.
Perón enfrentó a Vandor desde Madrid: fogoneó una “línea dura”, el germen de la “izquierda peronista”, en su intención de desplazar a Vandor de la cima del peronismo local. Vandor cayó bajo las balas en su despacho de la Unión Obrera Metalúrgica, en 1969. Y aunque en ese entonces ya no era tan importante en términos políticos, fue una manera de dejar establecida la vigencia de otro principio: el peronismo no acepta dos jefes.
El peronismo encarna liderazgos sobre bases ideológicas diferentes. Esto no implica una herejía partidaria, sino que es parte de la doctrina fundacional. El peronismo es un modelo argentino, con valores e ideas propias, que puede recoger fórmulas neokeynesianas, neoliberales o socialdemócratas, adherir a la Internacional Cristiana o iniciar su viraje a la Internacional Socialista, ser “transversal” o “pejotista”, según la conveniencia. No es un movimiento rígido, sino permeable a todos los que quieran sumarse a sus estrategias. “El peronismo es así, de un enorme pragmatismo”, sostiene Lorenzo Pepe, director del Instituto Nacional Juan D. Perón. “Nació así formado por Perón, que tomaba tipos de la derecha y de la izquierda”.
El peronismo se vale de todo aquello que resulte útil para obtener el poder y ejercer la praxis del poder. El poder es determinante para la elección de sus estrategias políticas.
Perón, desde su primera hora, decía que para ejercer el poder no había que quedar prisionero de los prejuicios. “Si el comunismo, el fascismo o el anarquismo tienen algo bueno, lo tomamos, porque lo que es bueno no deja de serlo porque provenga del Diablo. Hasta el Diablo a veces tiene una cosa buena”.
El primer hogar de los trabajadores argentinos fue el peronismo. No porque hasta al advenimiento de Perón no hubiese existido el movimiento obrero. Pero el anarquismo, el socialismo o el comunismo no tenían una representación concluyente en el sistema político. Todo el sacrificio, la rebeldía, el resentimiento obrero forjado durante décadas de opresión e injusticia, la represión y los engaños a los que fueron sometidos por el Estado y las corporaciones patronales, alcanzaron su redención a partir de la llegada del coronel Perón a la Secretaría de Trabajo y Previsión. Perón se convirtió en la esperanza del proletariado. Podía ser criticado por manipular a la clase obrera, transformarla en un apéndice del Estado, pero los hechos eran incontrastables: la riqueza del país se redistribuyó y creció el bienestar.
Era un mundo feliz para el peronismo, pero no del todo. En todo caso, el problema lo podían tener aquellos que se sentían obligados a afiliarse al peronismo para mantener su empleo estatal; los políticos opositores que querían hacer públicas sus críticas a Perón; los que odiaban a Evita y exaltaban al cáncer, o incluso aquellos que, en el medio de la confrontación con la Iglesia, en 1955, encontraron una contradicción entre su conciencia religiosa y su condición de peronistas.
El peronismo generó una revuelta en el establishment económico y político de la década del ‘40. Se transformó en un hecho cultural. Generó un sentido de pertenencia, un sentimiento. Ésa fue su originalidad política. No creó un orden nuevo —su advenimiento ni siquiera tuvo fuerte carga de violencia—, pero sí perturbó los cimientos de un orden político viejo, inmerso en aguas estancadas, que no sabía cómo gestionar una sociedad de masas que crecía en las fábricas.
Perón intentó explicar con realismo el porqué de la necesidad de las mejoras sociales a una clase empresaria asustada de los alcances del movimiento que acababa de ponerse en marcha: “No podíamos exigir a nuestra población un mayor sacrificio sin proporcionarle un mayor bienestar, porque nuestras masas obreras estaban alimentadas por la doctrina marxista. Si lo hubiéramos hecho, hubiéramos precipitado una revolución social”.
Con 64 años de existencia, el peronismo sobrevivió a todos los avatares de su historia. Sus simpatizantes fueron proscriptos, perseguidos, fusilados y desterrados. También, como reverso paradójico, en los años ‘70, el justicialismo, con el amparo desde el Estado de la Triple A, se convirtió en victimario de los propios seguidores de Perón. En la economía, el justicialismo estatizó y privatizó. Gestó en su seno a Evita como jefa espiritual, aceptó a Isabel Perón como jefa política, empleó a López Rega como ministro de la solidaridad social y ubicó a Emir Yoma como gerente de negocios públicos. El peronismo originó líderes de derecha, de ultraderecha, reaccionarios, de izquierda, revolucionarios...
Una de las razones para los giros bruscos de su historia política es que no existe una burocracia asentada en el PJ que guíe de manera más o menos previsible el rumbo partidario. El PJ tiene una burocracia institucional muy débil, semianárquica, sin control interno sobre sus organizaciones partidarias. Esto le permite adoptar diferentes estrategias electorales que pueden modificarse con rapidez, como una forma de adaptación a los cambios de humor de la sociedad. El peronismo es flexible.
La falta de reglas de juego fue obra del propio Perón. Decía que las organizaciones no debían ser estables ni “anquilosarse”, porque perdían perfectibilidad. Lo perfectible era la evolución.
Durante los 10 años que permaneció en el poder, y durante sus 17 años de exilio, Perón no permitió la consolidación de una estructura de autoridad partidaria a nivel local. Esta inestabilidad la padecieron sus delegados personales, cuando estaba proscrito. Perón reemplazaba a todo aquel que cobrara vuelo propio, fuese respetado por el establishment político o adquiriera cierta popularidad.
Con los años, el peronismo fue transformando sus modelos de acción política. Tras la derrota de Luder-Bittel, en 1983, el sindicalismo fue cediendo poder en el control partidario y tuvo un rol mucho más subordinado al aparato político. Jamás volvió a decidir una candidatura presidencial. Tomaba lo que se le daba.
Promediando la década del ‘80, la renovación peronista —una conducción amalgamada por Antonio Cafiero, Carlos Grosso, José Luis Manzano y Juan Manuel De la Sota— intentó guiar al PJ hacia ser un partido socialdemócrata de estilo europeo. La irrupción de Menem frenó ese impulso.
El caudillo riojano concentró su poder en una fuerza conservadora de base popular y transformó al Consejo Nacional Justicialista en un lugar vacío, a cuyas oficinas no valía la pena siquiera acercarse. Esto implica otro principio: las estrategias políticas del peronismo responden a su líder, no a los lineamientos que determine su conducción partidaria.
Menem tampoco restauró el poder del sindicalismo. No necesitó de sus estructuras para llegar al gobierno. Al contrario: las desintegró.
En esos años se operó una transformación en el peronismo. Los dirigentes políticos ya no necesitaban los recursos sindicales para financiar sus organizaciones partidarias. Cuando los dirigentes accedieron a cargos ejecutivos, esos recursos se los proveyó el Estado.
La capacidad (o la intención) de los dirigentes gremiales para defender los intereses obreros se redujo al mínimo. Las jerarquías sindicales —salvo Hugo Moyano— aceptaron la flexibilidad laboral, las privatizaciones y el programa económico neoliberal.
El control de los fondos públicos permitió el crecimiento del liderazgo político de gobernadores, intendentes y concejales. Los “punteros políticos”, que respondían a un jefe peronista entronizado en el Estado, comenzaron a controlar el activismo y la ayuda social en los barrios.
El Justicialismo se convirtió en un partido de base clientelar. El poder se diseminó en los territorios. Los municipios del conurbano bonaerense, por su peso electoral, adquirieron un poder político cuya conquista resultó vital para la creación de nuevos liderazgos nacionales.
Los jefes de los municipios del Conurbano fueron permeables a distintos programas económicos. Es una estructura territorial disponible para diferentes proyectos e ideologías. Puede apoyar el capitalismo neoliberal, la economía mixta, o la preeminencia del Estado en la economía, pero siempre con un discurso en favor de los desposeídos, como llamaba Perón a su base política.
En los últimos años, los jefes territoriales respondieron a Carlos Menem, Eduardo Duhalde y Néstor Kirchner. En las elecciones de junio, algunos jefes de municipios intuyeron la posibilidad de un probable recambio en el poder interno y negociaron —por “debajo de la mesa”— su bolsón electoral con Francisco De Narváez. Deterioraron la performance de Kirchner en el Conurbano y provocaron un escenario incierto en el universo peronista.
De cara al futuro, el kirchnerismo tiene frente a sí la difícil tarea de transformar la derrota en una nueva primavera. En buena medida, su supervivencia dependerá de su gestión de gobierno. El peronismo disidente, la “tercera opción” del sistema bipartidista, intentará unificar una candidatura presidencial que lo enfrente.
Las elecciones dejaron un campo de batalla ampliado. A partir de ahora, el peronismo discute su armado. Las alianzas internas pueden ser imprevisibles. Es parte de la táctica. O de la evolución, como decía Perón. Pero la estrategia final es común a todos: el poder y ejercicio de su praxis.
El peronismo va en busca de una nueva hegemonía que pueda gobernar al movimiento y también a la Argentina. De la crisis del peronismo, dicen los peronistas, se sale con “más peronismo”. Y de la crisis argentina también. Éste es otro axioma que logró imponer el peronismo en la cultura política para salir de sus propios laberintos. A veces funciona como un espejismo.
Con Cristian H. Savio
Publicado en revista Newsweek edición Argentina
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