martes, 7 de abril de 2009

Comienzo y final del Liberalismo Populista

Por Ernesto Semán

Decir que Raúl Alfonsín es “sinónimo de la restauración democrática” hace poco homenaje a la proeza de su proyecto y escamotea una mirada sobre los límites de su gobierno. La apuesta que en 1983 le dio a quien parecía un abogado promedio de la política bonaerense el lugar de un estadista central en América latina fue mucho más ambiciosa que ganar una elección. Muy pocos tenían en ese entonces la intuición de que consolidar las instituciones sólo sería posible tratando de reconciliar las tradiciones liberales y populistas de la política argentina, un esfuerzo único en el que Alfonsín gastó todas sus energías, que marcó la década del ’80 como algo mucho más rico y tenso que la “década perdida” que se describió después, y que hoy parece aplastado bajo diversas formas de honrar a quien recién ahora no tiene chances de responder.

Frente a la obviedad de reconocer que el juicio a las juntas militares fue un punto de inflexión histórico que pocos imaginaban posible, cabe preguntarse hoy qué es lo que ese juicio dejaba atrás. Para Alfonsín, la dictadura era “apenas” el fondo inmediato y trágico detrás del cual se alineaba una infinita lista de fracasos. Como Perón con la Década Infame cuarenta años antes, el lider radical se montó sobre ese drama reciente para construir un corte con la historia nacional y encarar un nuevo comienzo. En su caso, la suerte de “liberalismo populista” que intentó en el ’83 fue el proyecto político más novedoso de la Argentina de entonces, fruto de la intuición del ex presidente de que la clave para consolidar la democracia pasaba por reconciliar tradiciones políticas que desde 1912 se habían mostrado por completo incompatibles: un liberalismo que se definía como excluyente y un populismo que había garantizado la inclusión social en oposición a éste.

En el ’43, consciente del quiebre que había significado la Década Infame, Perón construyó su movimiento no sólo barriendo con las tradiciones populares precedentes, sino denunciando la idea de ciudadanía liberal como un mecanismo de opresión y asociando su ascenso a una ciudadanía social que garantizaba una mayor igualdad en la que se cifraba la libertad efectiva. En el ‘83, el quiebre estaba marcado por el terrorismo de Estado, y la reivindicación de la ciudadanía adquiría entonces una fuerza más poderosa. De su intuición y convicción cívica, junto con el acto más pragmático de preguntarse cómo ganarle una elección al peronismo en la Argentina, Alfonsín emergió con una idea de ciudadanía social en la que no eran los sindicatos sino las instituciones del Estado liberal las que garantizarían la justicia social que hasta entonces el populismo debía buscar contra éstas. El slogan de campaña “con la democracia se come, se cura y se educa” fue la mejor combinación imaginable de ambas tradiciones, y está en la base del enorme arrastre que tuvo el alfonsinismo: no tanto por ofrecer mejoras en la calidad de vida, algo en lo que el peronismo podría tener mucho más prédica, sino en articular esas demandas como un proyecto emancipador.

Y si por cierto la consigna no expresa los resultados de aquel gobierno, sí representa los conflictos de la época, y hoy la machacosa referencia a la capacidad de diálogo del ex presidente oscurece las bases confrontativas y el contenido económico y social sobre las que lo imaginó. De una lectura de cualquier diario de la época surge lo evidente: junto a la restauración de los derechos humanos, los controles de precios y las políticas sociales fueron las políticas públicas con las que el alfonsinismo se armó para dirimir la dicotomía entre el pueblo argentino y sus enemigos, con la figura paternal del presidente al frente de un Estado que debía garantizar el éxito del primero.

Para incorporar en clave liberal la amenaza herética del pueblo contra sus enemigos, Alfonsín desplazaba el conflicto y el consenso hacia terrenos imaginarios, en donde el acuerdo no matara al poder populista, y en donde la demanda populista irreductible no cerrara todas las puertas al acuerdo. En sus concesiones y peleas más memorables, siempre inventaba un “más allá” en el que pudiera justificarse un horizonte de consenso. Podía conciliar con Rico, pero sólo separándolo de un presunto “verdadero” enemigo militar al que seguía combatiendo, inventando que, en realidad, se trataba de un ex combatiente que no buscaba limitar la autoridad del pueblo. O podía confrontar con el sector agropecuario con las fuerzas que le quedaban, pero sólo a condición de pintarlo como falsos ruralistas, dejando la puerta abierta a que los “verdaderos” fueran siempre conciliables. El “no creo que sean productores agropecuarios” del ’88 creaba de forma implícita el “héroe de Malvinas” del año anterior: la convivencia simultánea del irreconciliable enemigo del pueblo con alguna forma, real o imaginaria, de contraparte con la que el acuerdo fuera posible. En sostener esa tensión, Alfonsín invirtió buena parte de su capital político, y el poderoso esquema que impuso comenzó a reconfigurar la política argentina. Le garantizó a la UCR una vida que antes y después todos daban por acabada y, más importante aún, le proveyó a la renovación peronista del libreto básico para reescribir su propia tradición.

A Alfonsín no le faltó fuerza, ni capacidad de confrontación, ni imaginación para hacer de esa lucha un modelo sustentable. Alfonsín falló en un elemento clave sobre el que se monta el atractivo populista y que Perón sí logró tener de su lado, y es que la entrega de resultados efectivos y tangibles se haga parte de su cultura política. Como bien señala Sidicaro, los límites de ese poder creativo estaban en que la Argentina ya no tenía Estado y que el desgaste de quien lo encabezara estaría en relación directa al tamaño de la apuesta. Y Alfonsín había apostado en grande, pero su proyecto se hundió en la brecha abierta entre la apuesta y sus posibilidades.

Que Enrique Nosiglia encabezara las ceremonias de esta semana quizá sobreexpone los límites de aquel proyecto. Nosiglia fue un funcionario político de los ’80 que integró el liderazgo de la Junta Coordinadora Nacional. Sobre ella se montó la idea del “Tercer Movimiento Histórico,” la expresión más acabada del liberalismo populista que Alfonsín llegó a imaginar. Basta revisar los diarios de la época para ver el horror que provocaba en aquellos en quienes debía provocarlo. En la Coordinadora convivían jóvenes dirigentes que aportaban sus dosis (módicas o abundantes) de las cualidades que se apreciaban en aquel entonces: saberes técnicos, destreza en las instituciones ejecutivas y legislativas, preocupación por el armado de estructuras territoriales y, sobre todo, la vocación por la argumentación pública y la construcción de voluntad política. Nosiglia carecía de todas esas virtudes, y su carisma se construía “en oposición” a ellas, como el hombre capaz de enmendar en la oscuridad de los salones ocultos aquello que la política pública no lograba resolver. Era quien venía a decirles a los hombres de la política y a los hombres de Estado que la política y el Estado estaban en retirada. No es que antes no hubiera habido operadores políticos, sino que el atractivo que generaba su figura en los ’80 expresaba en verdad los límites del proyecto para el que servía, y anticipaba el espacio público degradado de la década siguiente.

Pero la foto de esos límites está lejos de ser una historia completa. En un país de desigualdades crecientes que al Estado le quedaban cada vez más grandes, la mayor contribución del alfonsinismo fue asegurar que la normativa democrática quedara legítimamente atada a la cuestión social, aun si en tratar de asegurar ese vínculo se cerraban las puertas de su propio éxito.

En parte, lo limitado de aquella transformación se ve en las versiones más patéticas de las tradiciones liberales y populistas que reemergen hoy en la política. La formulación más completa de las distintas versiones del liberalismo argentino y sus enormes limitaciones puede leerse en los lamentos progresistas por la violencia piquetera, volcados desde las páginas del diario que mayor continuidad evoca con la violencia del terrorismo de Estado. Y el funcionario Jaime, diciendo que el 28 de junio próximo se elige “entre un modelo de inclusión social o un modelo de la oligarquía”, muestra el oxímoron de un populismo que no confronta. En verdad, las formas con las que tanto el Gobierno como Carrió o Cobos asumen los viejos ropajes populistas y republicanos desatiende por completo las dinámicas sociales y las políticas públicas sobre las que en verdad se paran. Lo irreal de sus proclamas es, en verdad, el lado menos dañino. Lo peor es lo real de las mismas, la renuncia a poner la creatividad al servicio de inventar nuevas tradiciones políticas que movilicen fuerzas de cambio, como Perón o Alfonsín lo hicieron en su momento con suerte diversa. La decisión de perpetuar los alineamientos establecidos es un acto regresivo en sí mismo, aun (o mucho más) si se hace en nombre del progresismo, porque reproduce un statu quo que ya está más que maduro para pasar a retiro, y condena a la sociedad a elegir entre distintas versiones de la muerte política. Disfrazados del rescate de viejas tradiciones, los llamados a luchar contra la oligarquía o a salvar la república son un reflejo conservador como pocos, negarse la posibilidad de parir algo nuevo, y en ese mismo acto, negárselo al país. Una de las renuncias que Alfonsín, literalmente a cualquier costo, se negó a hacer.


Publicado en Página 12, Domingo 5 de abril 2009

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